César Mora: La Camarada Salsero
Por. Sandro Romero Rey
Tomado del libro ¡Fuera Zapato Viejo!
1 de enero de 2014 -
Páginas 120-135
HACIA 1974 cuando era un joven cantautor de música protesta y empezaba a ser parte del Teatro Libre de Bogotá. ©ARCHIVO TEATRO LIBRE DE BOGOTÁ.
Aunque César Mora se ha convertido en un personaje muy reconocido en Colombia por sus apariciones en televisión, el inicio de su carrera transcurrió entre los escenarios musicales y el teatro. Una faceta quizá menos difundida es su cercanía con la izquierda. El son del pueblo es el nombre de la orquesta en la cual sus ideales políticos hallaron la forma de proyectar su voz a través de la salsa. Así lo narra él mismo en este testimonio tomado por otro caleño, también amante de la música y el teatro.
En Cali había un chiste para dividir a la izquierda, de acuerdo con sus gustos musicales: a los del Partido Comunista les gustaba la música andina; a los del ML, los bambucos; a los trotskistas, la música clásica; y a los del MOIR, la salsa. A estos últimos, modestia aparte, yo fui el primero que les metió la música antillana. Si los del MOIR oían salsa, la oían adentro del closet. Pero yo la empecé a cantar para ellos, porque esa era la música que a mí me gustaba, la música que oía en mi casa. Y ese gusto me viene, además, porque yo nací en Cali en 1950.
En realidad, yo nací en Cali por accidente, puesto que mi papá trabajó en los ferrocarriles, en los talleres de Chipichape. En sus viajes a Bogotá a arreglar máquinas conoció a mi mamá y se la llevó a vivir a Cali un tiempo. Por eso yo nací en la Sultana del Valle, si bien nos devolvimos a Bogotá cuando tenía diez, doce años, a mediados de los años sesenta. Nosotros íbamos y veníamos. Así que tengo una rara mezcla familiar, porque mi mamá es boyaca y mi papá medio paisa, medio valluno.
NO SÉ SI EMPECÉ SIENDO MÚSICO O ACTOR. DESDE EL COLEGIO, MI VIDA ERA LA MISMA DE HOY. SIEMPRE COMBINÉ LA ACTUACIÓN CON EL CANTO. EN EL COLEGIO PREGUNTABAN: ¿QUIÉN CANTA? Y YO SIEMPRE LEVANTABA LA MANO
El recuerdo que tengo de Cali en esa época es vertiginoso. Nunca estaba en un mismo colegio porque nos mudábamos todo el tiempo. Viví en San Antonio, en el centro de la ciudad, y en el Barrio Obrero. San Antonio era más caro y por eso nos fuimos al Obrero, en donde era más barato conseguir un cuarto. La imagen que yo tengo de mis vacaciones es la de la línea del tren. Apenas salía de clases, mi papá me decía que hiciera una maleta y me fuera a acompañarlo.
Él tenía un maletín de médico chistosísimo, como el de los doctores de antaño, pero en lugar de piezas para curar gente lo tenía lleno de herramientas para arreglar trenes. Había hecho un curso por fuera para aprender su oficio y finalmente, porque era bueno, lo trasladaron de planta a la Estación de La Sabana. Así que terminamos viviendo aquí en Bogotá, en un barrio llamado Santa Sofía.
Por esa época mi papá enviudó de su primera mujer, la mamá de sus tres hijas, las primeras que tuvo. Arregló la situación con mi vieja y nos fuimos a vivir a una casa que él tenía con una de sus hijas. Más tarde, con una plata del Bienestar Social, mi mamá compró un lote en el barrio Ciudad Jardín del Norte y allí construyó una casa en la que nos instalamos. Ese es el triple comienzo de mi relación con la música, con el Teatro Libre de Bogotá y con la política.
No sé si empecé siendo músico o actor, porque yo me acuerdo que, desde que estaba en el colegio, mi vida era la misma de hoy. Siempre combiné la actuación con el canto. En el colegio preguntaban: ¿quién canta? Y yo siempre levantaba la mano. Ahora bien, si me preguntan de dónde viene mi vena musical yo siempre respondo: de mi mamá. Mi mamá tiene una voz de soprano la cosa más verraca. Hace algunos años sufrió un aneurisma cerebral. La sacó barata, porque se acuerda de todo, aunque su memoria inmediata es muy limitada. Ella es una mujer muy hermosa, chiquita, con el pelo blanco… Cuando yo voy a su casa, hay un momento, después del almuerzo, cuando empezamos a tomar café, en el que ella se sienta y empieza a mirar para todos lados y le brillan los ojos. De pronto, como quien no quiere la cosa, musita: “Dos gardenias para ti….”. Y ella sabe que yo le voy a hacer la segunda. Es como un rito. Siempre que voy a su casa hay que cantar, porque a ella le fascina cantar. Después sigue con “Yo vendo unos ojos negros / quién me los quiere comprar…” y así, toda la tarde, hasta que me despido.
En Ciudad Jardín hice muchos amigos. Conocí a Genaro Carrero, un cura español que nos reunió a mí y a otros amigos en un grupo que llamábamos River Plate, porque todos éramos hinchas del equipo argentino y jugábamos los partidos con la camiseta blanquirrayada. Genaro nos metió en una casa donde había mesas de ajedrez, de ping-pong y donde se hacían centros literarios, se cantaba y se montaban pequeñas piezas de teatro. En ese momento empecé a escribir unas obritas que llamábamos “sociodramas” y a inventarme canciones. Era un revuelto de lo que yo veía en las noticias con lo que me sucedía en la calle. Estamos hablando de la época del golpe de estado chileno. Es decir, 1973.
En ese entonces, escribí un tema que se llamaba “Amigo Jesús”, donde hablaba de todo, de la bomba en Hiroshima, de Vietnam. Si la oigo ahora, no sé qué diría. Con esa canción me gané el Primer Festival de Música Protesta del Colegio Claretiano. De allí, me vine a enterar mucho después, salieron muchos curas que se fueron para el monte. ¿Yo por qué me salvé del camino de las armas? Porque las monjas del Sagrado Corazón le alquilaban al cura Genaro el colegio. Por la mañana el colegio se llamaba Sagrado Corazón y en las tardes San Francisco de Sales. Este último era para muchachos del barrio. El cura me metió allí y comencé a dirigir el grupo de teatro de las monjas. La primera obra en la que actué se llamaba Sindo el tonto. Y yo era Sindo. Obras costumbristas que me pasaban los curas, como las de Alejandro Casona. Las adaptaba y las dirigía y las protagonizaba. “Por eso es que este país no progresa”, me decían los curas. “Porque los que son buenos actores, terminan de directores o de escritores. No se especializan”. Así que, poco a poco, me fui volviendo el líder de esas obras. Hasta que apareció el MOIR.
La historia es así: el Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario (MOIR) llega al barrio a hacer trabajo político. Entonces les cuentan que hay un muchacho que canta canciones protesta y que hace teatro. Yo le había hecho una canción al barrio, otra al transporte. Todo lo que veía, terminaba con su canción. Así que ellos me contactan y comienzo a ir a sus reuniones, en casas de distintos “compañeros” del barrio. Estamos hablando del año 73, 74. Me presentan como un compañero más. Y me llevan a las reuniones.
¿Yo qué hacía? Cantaba una canción y ellos echaban su discurso. Un día, uno de los compas me dice: queremos llevarlo a nuestra sede principal. Porque dizque habían generado una expectativa conmigo, el joven cantautor de Ciudad Jardín. Así que llego yo al Parque de La Rebeca, donde quedaba la sede del MOIR. Todo el comando estaba esperándome, porque me había convertido en el gran hallazgo popular de los camaradas. Conocí entonces a Ricardo Camacho, el director del Teatro Libre de Bogotá. Él abanderaba un colectivo que llamaban el tar (Trabajadores del Arte Revolucionario), que era algo así como el grupo cultural del MOIR. También había alumnos de los Andes, de la Nacional, de la Distrital y particulares, que estaban agremiados en el tar. Tras mi presentación, el que se vuelve mi protector es Jairo Aníbal Niño, que también iba al barrio y presentaba sus obras de títeres.
Él es el primero que me ubica y me explica en dónde me estaba metiendo. Tan amigo sería Jairo Aníbal que terminaría siendo el padrino de mi primer matrimonio, en el cual tuve a mis dos primeras hijas. Toca decirte que yo me fugué del barrio con mi novia embarazada. Jairo Aníbal me acogió en su casa y fue él quien explicó la situación, nos defendió y se volvió mi padrino en todo sentido. Luego, imbuido de ese espíritu paternal, me enseñó a hacer títeres, a armar el teatrino y a partir de allí lo acompañé en sus giras, iba con él a los barrios, le hacía la segunda. Pero nunca actué en El Monte Calvo, su obra más representada, la que todo actor colombiano de izquierda que se respete montó alguna vez. En esa época, ellos ya habían ido y ya habían vuelto, ya habían viajado, ya se habían ganado un premio en el Festival de Teatro de Nancy. Eran los duros.
Una anécdota: en los años setenta para llegar a Ciudad Jardín había que atravesar una cantidad de potreros que hoy son los barrios Las Villas y Niza, pero que en esa época no existían. Yo salía de La Rebeca y me tocaba echar infantería hasta el 7 de agosto. El último bus pasaba como a las once y, si lo perdía, me tocaba irme a pie por la Avenida Suba y atravesar los llamados Potreros de las Toronjas. Allí se escondían los malandros, a los que solo se les veían las cabecitas: “Ah, es el artista”, me decían cuando me veían. “Siga…”. No creás que los tipos respetaban el arte; lo que pasa es que yo me emborrachaba con ellos en las tiendas. Ese era mi peaje. Agarraba una guitarra y les cantaba de todo: boleros, rancheras, lo que fuera. Me sentaba encima de los bultos de papas. Y cantaba con todos los borrachos. Eso me aseguraba que podía cruzar las Toronjas sin problemas.
Pero me estoy desviando. Te decía que llego al MOIR y ellos están haciendo una música muy triste, que era el reflejo del golpe de estado chileno. Entonces me ponen a cantar canciones tipo “A desalambrar”, tipo Alí Primera, tipo la Peña de los Parra, tipo Mercedes Sosa, con un grupo que ellos tenían llamado Antorcha. A mí no me gustaba eso. Yo componía mis canciones en sones, en montunos, en guajiras y en boleros. O guarachitas. Eso fue lo que causó conmoción en la casa del MOIR. Camacho se agarró de ahí para dar el debate. “Es que eso es lo que hay que cantar”, decía. “A la revolución hay que cantarle con amor, con alegría, con cariño, con fiesta”. De muchos modos, eso era lo que estaban haciendo los cubanos como Carlos Puebla. Así que la actitud frente a la música revolucionaria da un giro. Antorcha se acaba. O, mejor, evoluciona. Ramiro Jiménez, Gustavo Martínez, que ya estaban allí, deciden que vamos a hacer un grupo nuevo y que le vamos a poner El Son del Pueblo.
EL SON DEL PUEBLO en uno de sus primeros concertos. De izquierda a derecha aparecen: Gustavo Martínez, Louie Martínez, Leonardo Sozzi, César Mora (tocando la clave), Eliana Duque y Ricardo de los Ríos. ©ARCHIVO TEATRO LIBRE DE BOGOTÁ.
Inicialmente El Son del Pueblo estaba conformado por Ricardo de los Ríos –a quien todo el mundo le decía “El Pollo”–, Gustavo Martínez –que era mi mejor amigo–, Louie Martínez, Leonardo Sozzi, Ramiro Jiménez –un economista de Los Andes– y yo. Leonardo era un soprano tenaz, cuyo papá siempre tuvo la esperanza de que su hijo se convirtiera en un gran cantante de ópera y se la pasaba repitiéndole: “Chiflamicas desaprovechado, dizque haciendo música protesta y para peor salsa, justo pa’morirse de hambre”. Me causaba gracia porque lo mismo pensaban muchos padres, aunque afortunadamente los míos no. En esa época la salsa no tenía el estatus de ahora; casi todos pensaban que era una música marginal, una música lumpen, de putas y de ladrones como los que cantaban conmigo en las tiendas de Ciudad Jardín. Más tarde, al Son del Pueblo se vincularía otra gente, como mi paisano Bruno Díaz, pero la base éramos nosotros seis.
El Son del Pueblo era un grupo esencialmente acústico, lo único que teníamos de viento era la flauta traversa metálica que tocaba Louie, con quien hacíamos una especie de charanga en la cual Ricardo de los Ríos era el violinista. Fuimos el primer esbozo de charanga que hubo en Bogotá, y creo que en Colombia, al estilo de la Orquesta Aragón. Por supuesto con menos instrumentos: tiple, guitarras, bajo, violín, flauta y voces.
EN 1976, los corteros del Ingenio Riopaila entraron en huelga y el Son del Pueblo apoyó las protestas. De allí saldrían los famosos Cantos del cañal. ©ARCHIVO TEATRO LIBRE DE BOGOTÁ.
Nuestra idea era mandar nuestros mensajes políticos en ritmo antillano. Se trataba de cambiar el formato sonoro y de darle a la música caribeña una nueva dimensión a través de sus letras. Hicimos canciones como “Aquí está el son”, que nos servía para presentarnos. Hace pocos días me encontré con Yury Buenaventura en una fiesta. Para mi sorpresa pidió que yo cantara primero, porque yo dizque había sido el que le había abierto los ojos. En un principio no entendí de qué me estaba hablando, pero luego me aclaró el misterio. Con El Son del Pueblo habíamos ido al puerto de Buenaventura y esa fue la primera vez que él oyó música antillana con letras de reflexión social. ¡Se acordaba de todas las canciones! Las letras de unos cachaquitos que se presentaban ante unos negritos escépticos que no creían de a mucho en lo que tenían al frente. Pero a Yury lo marcó. Y se acordaba de todo. “Ustedes fueron los que nos abrieron la cabeza”, me insistía.
El Son del Pueblo recorrió todo el país. Empezamos a coger cierta fama y varias casas disqueras nos ofrecieron grabar. No pudimos hacerlo porque para la mentalidad estrecha de las políticas partidistas eso era venderse al comercio. No importaba que Alí Primera y otros muchos lo hubieran hecho. Nos decían que no se podía. Y no nos dejaron.
EL SON DEL PUEBLO ERA EL BRAZO CULTURAL DEL MOIR. CUANDO SE NECESITABA NUESTRA PRESENCIA. ALLÍ ESTÁBAMOS. Y A PARTIR DE LA FUSIÓN NOS INVOLUCRAMOS A FONDO CON LA LUCHA POLÍTICA.
El Son del Pueblo se consolida como una extensión musical del Teatro Libre de Bogotá. Me acuerdo que se hizo una reunión de constitución de ambas agrupaciones, al frente del Teatro Popular de Bogotá, en la carrera quinta. Camacho, en aquella época, ya había montado La verdadera historia de Milciades García. Si vos la viste en esa época, me tuviste que ver a mí. El protagonista era Jairo Soto. En esa obra, con una guitarra, yo iba cantando lo que iba sucediendo. Luego, se montó La madre, la pieza de Brecht sobre la novela de Gorki. Con El Son del Pueblo hicimos la música de esa obra. Y pasaron los años, hasta que vino el gran éxito del Teatro Libre que fue El rey Lear de Shakespeare. Allí es cuando empiezo una carrera importante como actor. Porque antes yo andaba para arriba y para abajo, hacía papeles chiquitos, pero mi compromiso fundamental era con El Son del Pueblo.
Hasta ese momento, como te decía, éramos el brazo cultural del MOIR. Cuando se necesitaba nuestra presencia, allí estábamos. Y a partir de la fusión nos involucramos a fondo con la lucha política. Por ejemplo: ¿cuándo fue la huelga del Ingenio Riopaila? A nosotros, el MOIR nos mandó allá. El ejército cercó los campamentos de los huelguistas y duramos varios días conviviendo con los corteros. De allí surgió lo que llamamos Los cantos del cañal. En esa época esos cantos fueron muy famosos y recorrimos todo el país interpretándolos. En ellos cantábamos todo lo que sucedió durante la huelga. Muy influidos por modelos como los de los Inti-Illimani o los Quilapayún, en especial por la célebre Cantata de Iquique. Al estilo chileno, pero con música antillana. Los estrenamos en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán y eso estuvo hasta las banderas. Donde nos presentábamos, del Pablo Tobón de Medellín a Los Fundadores de Manizales, donde fuera, siempre tuvimos muy buen recibimiento.
Hace poco alguien me preguntó qué cómo eran esos conciertos y ni siquiera tuve que hacer memoria. Me acordaba como si fuera ayer. Dividíamos el concierto en dos partes: en la primera, cantábamos canciones sueltas como “La vecina” o “El gallinazo”, compuestas entre todos. Y en la segunda nos dejábamos venir con Los cantos del cañal. El éxito estaba garantizado. Tengo muy viva una presentación en el Teatro Municipal de Cali donde la gente no cabía. Ramiro tenía que rogarle al público que dejaran cerrar las puertas para que no hubiera problemas con el sonido. En esa época ya habíamos hecho dos giras nacionales, en las cuales combinábamos el repertorio del Libre con nuestro programa. Y ese fue el formato que llevamos a China en el 83. ¡No te imaginás esos teatros llenos de camaradas chinos, fascinados con la rumba revolucionaria!
A mediados de los ochenta El Son del Pueblo ya era una leyenda. Pero entonces comenzamos a plantearnos que teníamos que vivir de algo y con esas canciones no íbamos para ningún Pereira. Así que diversificamos nuestro repertorio. Yo lo digo con orgullo: fuimos el primer grupo en Colombia que comenzó a interpretar canciones de Portabales, de Matamoros, los sones guajiros que ya todo el mundo se sabe. Eso nos abrió nuevas posibilidades, pues podíamos tocar las canciones clásicas del Son del Pueblo y, al mismo tiempo, canciones pa la rumba: los Guaracheros de Oriente, el Septeto Nacional, en fin. No creás que fue fácil, porque la cosa tenía su trasfondo político. Nuestra renovación musical coincidió con el cambio de repertorio del Teatro Libre, que pasó de las obras coyunturales y de denuncia a piezas del repertorio universal. Me acuerdo de que Ricardo Camacho planteó un debate al interior del partido. Les dijo a los dirigentes del MOIR que nosotros no podíamos seguir dependiendo de ellos, que deberíamos tener libertad en lo que queríamos hacer. Así que nos abrimos del MOIR y montamos El rey Lear. Eso armó un tierrero político. Por fortuna, teníamos el aval de algunos de los líderes máximos. Nos justificábamos con la anécdota de Gorki, a quien Lenin le decía que dejara de ir a tantas reuniones y mejor se pusiera a escribir. Así que Camacho planteó: “Yo voy a dedicar mi vida exclusivamente al arte. El que quiera seguir conmigo, bienvenido. El que no, se puede ir”.
Y nos abrimos del MOIR, aunque en esa época la crítica seguía siendo violenta. Imagináte que compuse un par de baladas y lo tuve que hacer al escondido, porque eso se consideraba reaccionario. Sin embargo, era curioso que los de la extrema izquierda cuestionaran la música antillana por ser supuestamente lumpen, pero en la noche estuvieran en El Goce Pagano bailando sin ningún problema.
A nosotros no nos importaba. Nos dedicamos a hacer música lumpen. Y eso nos abrió muchas puertas e hizo que se acercaran a nosotros muchos intérpretes. Nos volvimos cantera. Muchos artistas que andaban probándose en Bogotá, como Jairo Varela, se acercaron a nosotros. Yo no fui amigo de Varela, pero coincidimos en la misma época, tratando de consolidar nuestros grupos. Él llegó a la casa de La Rebeca a vernos ensayar y se nos llevó varios músicos. El primer tresista de El Son del Pueblo, Ostwal Serna, se fue con Jairo y con su voz nasal se convirtió en el principal vocalista de la orquesta en los puros comienzos. También se fue con ellos Denixe Ibarre, el conguero de El Son del Pueblo; por su parte, Carlos Britto, nuestro bongosero, terminó como cantante en Guayacán Orquesta. El Son del Pueblo se volvió como un grupo de tránsito. Empezaban con nosotros y luego se iban a otros conjuntos que más tarde se volvieron famosos. Quienes dicen que esos grupos nacieron en Cali, se equivocan. Esos grupos se armaron en Bogotá y después, mucho más tarde, se fueron para Cali.
DESPUÉS EMIGRO AL GRUPO CAMAGÜEY, FUNDADO POR EMILIANO CUERO. ÉL NOS LLAMÓ A HANSEL CAMACHO Y A MÍ COMO CANTANTES, CONVOCÓ A MÚSICOS DE TRAYECTORIA. ALLí, EN CAMAGÜEY. HICE LA PRIMERA VERSIÓN DE "CANELA"
Cuando yo me salí del Teatro Libre, en 1987, El Son del Pueblo siguió por su cuenta. Me salí de ambos grupos, porque los dos, en el fondo, eran una sola cosa. Me salí del Teatro Libre por asuntos que tenían que ver con la plata, con la forma como uno podía sobrevivir. Yo ya tenía dos hijas grandes, a las que devolvían del colegio porque no podía pagar la pensión. Ricardo Camacho intentó mantener el grupo con distintas alternativas (se llegó a implementar que los compañeros con medios tenían que ayudarles a los más fregados), pero esas soluciones de emergencia no dieron resultados efectivos. La consigna central era no meterse a la televisión. Porque la televisión acababa con los grupos de teatro. Y, en el fondo, Camacho tenía toda la razón.
Si no es por mi mamá, yo no hubiera tenido cómo velar por las niñas. No podía llevar nada a la casa, salvo las monedas que hacía con El Son del Pueblo. Hasta que llegó un punto en el que no aguanté. Me fui un tiempo a Estados Unidos, a probar fortuna, y dio la casualidad de que estando allá Pepe Sánchez me llamó para que actuara en una serie que se llamaba El confesor. Grabé la serie y volví a los States. Pero Pepe me volvió a llamar para La historia de Tita. Y después me propusieron para Romeo y buseta. Es decir, entré de lleno a la televisión colombiana.
“Francos, firmes y fraternales”: ese era el lema interno que teníamos en el Teatro Libre. Y franca, firme y fraternal fue a visitarme una comisión del grupo donde me recomendaban que no echara todo por la borda, que no me prostituyera en la televisión y que me daban la oportunidad de regresar. Pero mi decisión ya estaba tomada y seguí mi nuevo camino. El Son del Pueblo continuó con otros miembros que entraban y salían. Leonardo Sozzi, Ricardo “El Pollo” de los Ríos y Gustavo Martínez siguieron siendo la base, siempre asociados al Teatro Libre.
Yo emigro después a un grupo que se llamó Camagüey, una orquesta fundada por un jugador de básquet, Emiliano Cuero. Él nos llamó a Hansel Camacho y a mí como cantantes, convocó a músicos de trayectoria como el trompetista José Carvajal y encargó de la dirección musical a Adolfo Barros.
CON SU ORQUESTA MARÍA CANELA, César Mora ha participado en seis ocasiones en el Festival Salsa al Parque. Esta es su presentación del año 2008. ©CARLOS MARIO LEMA/IDARTES.
UNA NOCHE BORRACHO EN LA TEJA CORRIDA, UNOS AMIGOS ME DIJERON: "NOS VAMOS PARA LAS FIESTAS DE SAN PACHO EN EL CHOCÓ". NO SÉ CÓMO ME SUBIERON A UN AVIÓN EN ESE ESTADO; LA COSA ES QUE LLEGUÉ A OUIBDÓ EN TREMENDA PÁLIDA.
Allí, en Camagüey, hice la primera versión de “Canela”, que al principio se llamaba “Quiero” en alusión a la primera estrofa de la letra:
Quiero morirme de manera singular,
quiero un adiós de Carnaval,
quiero tu voz negra Canela
escuchar con su frescura natural sincera…
Fue después con la incorporación de los arreglos cuando el coro empezó a repetir “¡Canela, Canela…!” y por ello le cambié el título.
Sé que esto nos desvía de la historia del Son, pero esperáte un minuto y te cuento cómo compuse “Canela”. En los tiempos de Camagüey yo me enfiestaba a la lata y la canción nació precisamente de haberme emparrado hasta donde dice Collins. Una noche, estando muy borracho en La Teja Corrida, unos amigos me dijeron: “Nos vamos para las fiestas de San Pacho en el Chocó. Camine con nosotros”. No sé cómo me subieron a un avión en ese estado; la cosa es que llegué a Quibdó en tremenda pálida. Horas después, me desperté acostado sobre un camastro en medio de un calor infernal, sudando por montones y muerto de la sed. La casa donde estaba era muy sencilla, con pisos de cemento llenos de tierra y un patio donde jugaban unos niños.
Al rato apareció una morena grandísima con un jugo y me dijo: “Yo soy Canela. Esta es la casa de Ramirito”. Detrás de ella se materializó un muchacho acuerpadísimo que resultó ser el dueño de casa para explicarme que mi amigo Camilo me había dejado allí y que ellos estaban en pleno carnaval. “Descanse que más tarde lo esperan en la plaza”, me dijo.
Yo me bañé y, antes de pegar para la fiesta, Ramirito me pidió que lo acompañara al velorio de un primo recién fallecido. “Hermano, vamos solo a dar el sentido pésame. Aquí todo el mundo anda enfiestado y nadie quiere saber de otra cosa que no sea trago y rumba”.
Lo que describo en “Canela” es precisamente lo que yo vi esa noche. El ataúd lo tenían sobre una mesa engrasada cubierta con un mantel amarillento y viejo. Los niños atravesaban la mesa por debajo y se reían a carcajadas; los viejos jugaban dominó bebiendo whisky y las negras cantaban a todo pulmón esos temas típicos chocoanos:
Que yo me quedo con María la O
porque a esa negra si la quiero yo…
A veces le hablaban al muerto, levantaban la tapa del cajón y le decían vainas como: “Tú qué andabas haciendo que estás tan plácido”, y volvían a cerrar la tapa.
Todo eso me pareció sensacional. ¡Qué verraquera morirse así!, pensé. Y a eso fue a lo que le escribí, a ese momento, a la sensación de morir con alegría y festejar la muerte. Todo fue real, salvo que Canela no es una mujer específica sino que representa la voz de todas aquellas que le cantaban a la muerte con tanta alegría.
Aquí hay algo que necesito que quede consignado: como el grupo estaba pegando, y como además nos pedían mucho “Canela”, nos llamaron de Codiscos para grabar canciones. Nos fuimos entonces a Medellín por tierra a grabar. Yo estaba emocionadísimo de meterme a un estudio por primera vez, así que le entregué un casete con cuatro de mis temas a Rafael Mejía, el director de repertorio de Sonolux. A él le encantó “Canela” y dijo que ese debería ser el tema principal del disco. Grabamos con mucha intensidad, en medio de borracheras y dificultades. Al terminar, Sonolux decidió aplazar el lanzamiento por unos meses. Así que me fui a Miami a pasar vacaciones. Cuando regresé para el lanzamiento, me llamaron a contarme que habían prensado el disco, pero que le habían borrado mi voz. Alguien le llegó a Rafael Mejía con el cuento de que yo estaba en usa y que no pensaba volver. Así que él u otra persona decidió que “Canela” quedara con la voz de Adolfo Barros. Para interpretar mis otros temas, llamaron a Javier Vásquez. A mí solo me dejaron “Señora de la suerte”. Por fortuna, en los créditos del disco conservaron mi nombre como compositor, aunque años después también trataron de borrarlo. Fue un asunto muy triste. Por un lado, “Canela” es una canción que pegó muchísimo en la radio y que adquirió gran popularidad cuando mataron a Jaime Garzón, pues ese tema era como un himno para él. Por otro lado, pasó mucho tiempo antes de que yo grabara la canción. Entre los salseros duros hay opiniones divididas: a unos les gusta más mi versión, a otros la de Adolfo Barros. Tú sabes cómo son esas cosas.
Pero volvamos atrás. Si me lo preguntan, creo que el aporte del Son del Pueblo a la historia de la salsa en Bogotá es fundamental. De hecho, César Pagano reconoce en sus escritos que nosotros fuimos de los primeros que tocamos charanga –charanga revolucionaria– en la rumba bogotana. Yo recuerdo que César nos invitaba a sus conferencias los sábados por la mañana para que las ilustráramos musicalmente. Salíamos amanecidos de Arte y Cerveza y nos dormíamos en el escenario, esperando que nos tocase el turno para cantar los ejemplos que nos pedía César. En esa época también, como curiosidad sonora, te puedo decir que usábamos el tiple en lugar del tres cubano. Ese era otro de nuestros aportes. Esa orquesta, en los tiempos de La Teja Corrida, fue la locura.
DURANTE SU SHOW del año 2005 en Salsa al Parque. ©CARLOS MARIO LEMA/IDARTES.
©CARLOS MARIO LEMA/IDARTES.
¿De dónde nació todo esto en Bogotá? De los estudiantes. De la gente que iba a El Goce Pagano, a Quiebracanto, a Café-Libro. El Goce era un microcosmos donde se reunía la bohemia bogotana. Y, a pesar de las diferencias, entre políticos y teatreros, entre cineastas y drogadictos, entre caleños y bogotanos, entre paisas y costeños, lo que nos unía a todos era la música. Y El Son del Pueblo, más allá de las urgencias revolucionarias, con la hoz y el martillo se encargó de calentar la rumba. En ese momento ya todo el mundo se destapó: todo el mundo sacó del closet los discos de Richie Ray, de Bobby Valentín, de la Sonora Matancera. Todo el mundo empezó a oír y bailar sin complejos esa música. La rumba se creció en Bogotá. Y buena parte de esa euforia, Bogotá se la debe al Son del Pueblo. No creo que haya sido para mal.
Otra recomendación
CON SU ORQUESTA MARÍA CANELA, César Mora ha participado en seis ocasiones en el Festival Salsa al Parque. Esta es su presentación del año 2008. ©CARLOS MARIO LEMA/IDARTES.
quiero un adiós de Carnaval,
quiero tu voz negra Canela
escuchar con su frescura natural sincera…
porque a esa negra si la quiero yo…