REFLEXIONES SOBRE LA MUERTE DEL JAZZ

El baterista Elvis Jones a la salida del Birland, en Manhattan - Nueva York.

 

© Diego Sánchez Cascado, 2006

Tomado de la Revista Electrónica: TomaJazz

http://www.tomajazz.com/perfiles/reflexiones_muerte_jazz.htm

Miles Davis: trompetista nacido en Alton, Illinois, en 1926, que deliberadamente ha dado la espalda a la tradición de su raza y que se puede citar como modelo de anti-jazz”. Diccionario del Jazz de Hughes Panassié y Madeleine Gautier.

El jazz ha muerto varias veces a lo largo de su corta pero intensa historia. Para muchos murió a finales de los 60 con el free jazz, considerado el caos hecho música o la música hecha caos. Pero antes, en los 40 el bebop ya había enterrado el “jazz verdadero”. Para algunos recalcitrantes incluso, la era del swing no fue más que una desnaturalización del “jazz puro” de Armstrong, Beiderbecke o Morton.

Es cierto que hoy el jazz no vive sus mejores momentos, ni en cotas de popularidad (y, como consecuencia de ello, en ingresos) ni en creatividad, si lo comparamos con los años dorados, sean –dependiendo de gustos y puntos de vista- los 60, los 50, los 30 o los 20.

Pero esta crisis también la sufren otras “disciplinas” artísticas, si nos atenemos a lo que reflejan los medios de comunicación mayoritarios, las ferias, las carteleras, las librerías o los festivales de alto copete. El fin de la novela se lleva afirmando y anunciando desde hace varios lustros. No hablemos de la poesía o del teatro… Las bellas artes, las artes plásticas, han consumido ya todos los “ismos” y los “pos” existentes y las “nuevas tendencias” demuestran por lo general pereza intelectual o confusión o reciclaje de estilos antiguos o papanatismo… El cine sigue la tendencia de los refritos y para encontrar alguna pepita de oro hay que remover en un enorme lodazal. La música “clásica” occidental es un conservatorio, en el peor sentido-literal de la palabra, dominado por un funcionariado que defiende con uñas y dientes sus prebendas y rehuye toda novedad. El pop-rock vive un estado lamentable, con una industria y una prensa que trata –sin éxito- de crear de forma artificiosa la gran esperanza blanca o negra que pueda recoger la antorcha de las glorias de los 60-70 o incluso de los 80 (que hay que echarle).

Yendo más lejos, algunos hablan de fin de la historia. Esto parece el Apocalipsis. Sólo falta que clonen a Cristo para que nos anuncie el fin del mundo. Es cierto que vivimos tiempos convulsos, con nuevas tensiones y reajustes surgidos, mayormente, tras el hundimiento de la URSS, el despegue económico de China, India y compañía, el triunfo (?) de la globalización, internet y la (r)evolución tecnológica. Son tiempos de crisis pero en sentido literal, es decir “mutación importante en el desarrollo de un proceso”, sea para bien o para mal.

Pero volvamos a nuestro redil jazzístico.

El jazz alcanzó su mayor cota de popularidad en los años treinta, al ser la música popular y de baile por excelencia. A partir de los 40 con la aparición del bebop, pero también del rhythm and blues y del rock, cedió el título de “chica más popular del instituto” a estos estilos, evolución que se confirmó e incrementó con el paso del tiempo. A partir del bebop, el jazz se volvió más abstracto y más complejo, pasó de ser una música popular a una música culta –un caso inhabitual en la historia de la música-, es decir, minoritaria, se quiera o no, y, se quiera o no, es una tendencia que parece no tener vuelta atrás –al menos en la próxima centuria o milenio-, pese a los intentos -en su inmensa mayoría infructuosos- de volver a “popularizarlo”, sea con las (in)fusiones, el jazz-rock, el jazz-pop, el ataque de los jóvenes clones o los guapos y guapas cantantes llenos de glamour que perpetran el enésimo recopilatorio navideño…

En su corta existencia (menos de 100 años) el jazz ha tenido una evolución enorme –equivalente a varios siglos en otros estilos musicales anteriores-, relativamente lineal y consecuente, pero menos de lo que la descripción histórica hace creer. Desde los años 20, en cada década ha imperado un estilo que se ha venido a sumar a la corriente principal. Una historia marcada –a grandes rasgos- por tres revoluciones o rupturas (aunque estas últimas fuesen continuaciones lógicas de las anteriores): en los años 20 con el paso de la improvisación colectiva a la aparición de la figura del Solista con mayúsculas de la mano de Armstrong sobre todo, pero también de Béchet y Beiderbecke; en los 40 con el bebop; y en los 60 con el free. E intercaladas entre ellas, unas evoluciones de los desarrollos anteriores, con el swing en los 30 y el hard-bop y el cool en los 50. Una historia pues, hecha de rupturas (basadas, sin embargo, en lo anterior: aunque se trate de “matar al padre”, se sigue siendo un “hijo de”) y desarrollos de dichas rupturas.

Esta es la visión general, rápida y cómoda de la historia del jazz que, sin embargo, oculta otros elementos (o estilos), tal vez secundarios, pero importantes para comprender su evolución. Esta “historia oficial” presenta un desarrollo mucho más consecuente, lógico y simplificado de lo que realmente ha sido (a lo que no ayuda la perspectiva de la historia contada a través de las grabaciones disponibles). Quedan en el olvido muchos de los experimentos fallidos, muchos de los experimentos logrados pero que no tuvieron la trascendencia suficiente por falta de músicos que siguieran sus pasos o por pasar desapercibidos en el momento de su creación, las contradicciones, las luchas, las crisis… Esta noción (o visión o versión) va de la mano de la compartimentación estilística hecha por los historiadores, críticos, periodistas y, en consecuencia, por los aficionados.

Los músicos que no se encuadran en un estilo determinado y definido (por otros) son relegados y los errores de apreciación abundan: el West Coast no es en realidad un estilo (emparentado e incluso confundido con el cool) sino simplemente una situación geográfica. Teddy Edwards, Wardell Gray, el quinteto de Max Roach y Clifford Brown, y Eric Dolphy, Ornette Coleman, John Carter y Horace Tapscott también son “West Coast” (sirva como guiño el fantástico disco “West Coast Hot” que reúne grabaciones de Tapscott y John Carter). Lennie Tristano y su escuela, siempre catalogados como “cool” (con el componente racial –blanco- y despectivo –intelectual, frío- que lleva consigo) tienen, a nivel estilístico, una mayor relación con el bebop puro y duro que con el cool de Shorty Rogers, Chet Baker o Gerry Mulligan. Jimmy Giuffre, otro supuesto “ejemplo” del cool y West Coast, es uno de los innovadores más injustamente olvidados de la historia del jazz, músico inclasificable que ha hecho cool, sí, pero también ha propuesto mucho antes que otros otra visión del free (un free “sin testosterona”, delicado y cargado de silencios), ha coqueteado con la Tercera Corriente e incluso se ha divertido con el rhythm and blues. O Monk, nombrado “sumo sacerdote del bop”, cuando su música es tan bop como stride, pero es ante todo “monkiana”. ¿Qué decir de todo una pléyade de músicos que en los 60 no hacían hard-bop ni free, pero que nadaban entre estas dos aguas y que, con el paso de los años, han tenido –y tienen- una influencia considerable? Me refiero a Andrew Hill, Bobby Hutcherson, Graham Moncur III, Booker Little e incluso Wayne Shorter y el segundo “gran” quinteto de Miles Davis, por citar tan sólo a un puñado.

Pero, ¿y después de los 60 qué?, se preguntará el sufrido lector que haya llegado hasta aquí. Pues aquí empieza lo difícil. No sin razón, se puede decir que el free jazz marcó un callejón sin salida de la evolución antes descrita: la sensación de que con él se agotaban los recursos exploratorios, ya no se podía ir más lejos (el socorrido “¿y ahora qué?”). A ello se une el hecho de que coincidió con el final de la “década prodigiosa” de 1955 a 1965, sin parangón en la historia del jazz por la acumulación de músicos de primerísima línea –en la que coincidieron las nuevas figuras con grandes supervivientes de las décadas anteriores-, de estilos diferentes, de sellos y productores fundamentales. Con el free jazz se acaba el continuum (el posterior jazz-rock o fusión –termino que no significa nada- es el último balbuceo de esta concepción historicista).

Y ahí es donde surge la teoría o la percepción del fin del jazz que sigue acechando y vuelve por oleadas de tanto en cuanto. Y, evidentemente, el culpable, el sepulturero es siempre el free. Pero, como hemos dicho antes, el descenso en la parte de mercado del jazz (el tipo de vocabulario utilizado es intencionado) se inició ya en los 40. El hecho de ser popular, de tener éxito de ventas no significa gozar de mejor salud creativa, ser “mejor”, muchas veces al contrario (pero también se puede decir lo “contrario de lo contrario”: no por ser minoritaria, una música es más válida). No hay que olvidar que lo que motivaba y motiva a músicos de alto nivel (como son la mayoría de los jazzistas) a hacer jazz no es un deseo de notoriedad o de tener una grifería de oro –si es así, están muy despistados- sino que es una decisión artística, un deseo interior o la evolución de una tradición. Estas son afirmaciones trilladas, que deberían ser evidentes pero que, por desgracia, parecen no serlo (no son tiempos para andar con sutilezas, como decía Zappa).

Las historias del jazz más recientes, los documentales, las selecciones de la “discoteca básica” suelen obviar en gran medida los 30 últimos años del jazz. ¿Consecuencia de un descenso marcado de la calidad? Tal vez, pero ni mucho menos tan marcado. ¿Falta de perspectiva histórica? ¡Por Shiva, si ya han pasado 38 años desde que Coltrane (el último mesías) se fue al otro barrio! En opinión de quien esto escribe, se debe sobre todo a la indefinición del jazz actual, a la falta de una corriente principal como en las décadas anteriores, a la tardanza en el advenimiento de un nuevo mesías redentor que marque el camino. Difícil trabajo el de los historiadores del jazz, tan aficionados a los compartimentos estancos, a la hora de describir la evolución (se acepta que no ha habido Revolución) del jazz en las últimas décadas. Hay una falta absoluta de imaginación a la hora de parir apelaciones válidas para los diversos estilos (aunque hay que reconocer que la tarea es ardua). ¿Post-free? ¿Post-bop? Muy facilón y además no quiere decir gran cosa. ¿Jazz contemporáneo? Aún más vacío...

La impresión es que llevamos 30 años de sindiós, de “sin brújula”. Por eso no es extraño que tenga gran fuerza el revivalismo/revisionismo. El revisionismo de un Marsalis y su corte que anhela una vuelta a la edad dorada y que se queda en lo museístico, en la naftalina, cuyas brasas (que no fuego) están avivadas por una industria y una prensa deseosa de una vuelta del glamour y de las ventas. Un revisionismo en Vandermark y otros muchos músicos respecto al free jazz, con intenciones loables (dar cartas de nobleza al free, el culpable del asesinato) y resultados, por lo general, mucho más convincentes que los “otros” revivalistas.

La principal característica del jazz actual –y de los últimos 20 años- es el eclecticismo, que no es un estilo per se, pero sí es el rasgo predominante. El eclecticismo recurre a elementos exógenos (folclores, ritmos, instrumentos, convenciones), algo connatural a una música en esencia mestiza como el jazz, pero que se ha multiplicado, en gran medida por la “globalización jazzística” y la aparición de escenas y músicos de relieve en numerosos países. No hace falta decir que este eclecticismo hace que la catalogación resulte aún más difícil: los estilos del jazz se vuelven fronterizos y las fronteras se diluyen. ¿Dónde empieza el jazz y dónde acaba en Zorn, en Cecil Taylor, en Braxton, en Frisell, incluso en Threadgill? ¿Es klezmer lo que hace Masada? ¿Es folklore lo que hace Trovesi? ¿o Baldo Martínez? Desde luego que no, pero para algunos tampoco es jazz (no para quien esto escribe)… ¿Cuánto hay de vanguardia “clásica” occidental en un disco (magnífico) como Camallera de Agustí Fernández? ¿Y en Barry Guy?

El jazz necesita una reevaluación histórica sólida y seria, pero músicos de interés no faltan. Ahí están –en una muy rápida enumeración- Tim Berne - principal heredero del downtown neoyorquino de los 80-, Steve Coleman, Greg Osby impulsores del M-Base (movimiento de una importancia mayor de la que se cree que ya tiene su siguiente evolución notable con Viyay Iyer y Rudresh Mahanthappa), Ellery Eskelin, Uri Caine, Craig Taborn, Jason Moran, Dave Douglas, Steve Lehman, los supervivientes de la generación de los lofts y miembros de la AACM (Wadada Leo Smith, Bill Dixon, sir Henry Threadgill, Anthony Braxton), Cecil Taylor, Myra Melford, Marilyn Crispell… Y luego los europeos, con su propia idiosincrasia: la escena italiana, los nórdicos, los franceses, los holandeses, los británicos…

El jazz no vive uno de sus mejores momentos –tal vez esos mejores momentos no vuelvan- pero no está muerto ni mucho menos. Su porción del pastel del negocio musical es ahora muy pequeña y, con ello, su “visibilidad”, como se dice ahora. Salvo honrosas excepciones, el buen jazz, el estimulante, el vital, se sigue desarrollando en el subsuelo mercantil, detrás de puertas anónimas en locales improbables, en pequeños sellos más o menos confidenciales. Vayamos a por él.

“Y después se desata la tormenta de mierda” (Roberto Bolaño, Nocturno de Chile)

Edición febrero - marzo de 2006

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