MÁS ALLÁ DE LA MEMORIA.

Para Helio ( Kiko) Orovio Díaz.

 

 

 

Orovio en la UNEAC junto a H Zumbado y Manolito Gonzalez Bello

 

 

Por. Rodolfo de la Fuente Escalona.

La Habana, Miércoles, 8 de octubre de 2008.

Especial para Herencia Latina

 

 

El espacio que ocupaba y ocupa la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) en la segunda mitad de 1971 era, en aquella realidad y ahora al recuerdo, un ámbito luminoso, lleno de expectativas y sorpresas.  Me causaba emoción ir camino a esa esquina de 17 y H, bajo los árboles aún benévolos, respirando el aire limpio de aquellas mañanas solo injuriado a veces por lo que llamé inicialmente «el olor de La Habana», que después descubrí provenía de los salideros de gas de algunas casas.

Recién había cumplido los 16 años y era mi primera vez en La Habana, llegado desde aquel Holguín sin tan altos edificios y tan anchas calles,  y empezaba a deslizarme por «esa difícil, rara forma de la sabiduría que es el arte», como escribiría en dedicatoria hoy extraviada Eliseo Diego al firmarme un ejemplar náufrago de «Por Los Extraños Pueblos» en Diciembre de 1969, allá en mi ciudad.

«Ir a la UNEAC» era entonces  entrar a un buen laberinto, a un cajón de sorpresas consecutivas donde los personajes eran, se mezclaban con cuentos o versos ya leídos, y en los gestos de Onelio Jorge Cardoso se veían, dentro de ellos mismos, los gestos de Juan Candela1, o en las historias improbables  contabas por Virgilio Piñera, que una vez, al leerle un poemita triste, me invitó a su casa delante de un grupo de jodedores, y de pronto se viró alargando el índice para agregar:

-Ve en ropas ligeras.

También se podía toma el café expendido por Raúl Sanabria desde una puerta con talanquera de tablas de pino, frente a la actual sala de navegación por internet, en una breve cola, donde no era raro ocupar fila detrás de Nicolás Guillén, siempre con un verbo agudo;  o de César Portillo de la Luz, eterno con su guitarra a cuestas, en aquella zona donde se podía sentir la   «voz de susurro de frondas y arrullo de mar2»

En aquellos portales con sillones como de playa, era común ver a Eliseo, y a veces, raras, a Lezama con asmático y criollo decir, o a un Reynaldo Arenas con aura casi conspirativa, hablando como siempre hablaba, mordiendo las palabras antes de soltarlas al viento.  Y entre los «escritores jóvenes», hacían tertulia Luis Rogelio (Wichy) Nogueras, Miguel Barnet y tantos otros que la memoria guarda y el espacio puntual de estas páginas omite.  En aquella UNEAC  estaban a la vista, accesibles y cordiales, los grandes  y menos grandes nombres de la cultura cubana. 

En ese ir y venir, en ese «conocer a los escritores y artistas» que hacían  peñas largas o cortas en aquella  unión de justa selectividad que unía, conocí a Helio Orovio, que desde entonces, y creo que para siempre (mientras haya memoria) será parte del paisaje uneaquero, como Nicolás echando maíz a sus gallitos pineos debajo de la mata de mango con una sonrisa plena y concentrada, de quien ya todo lo sabía y todo lo había vivido.

Con Helio fuimos tejiendo una especie de cobija común que ha durado los últimos 37 años. Creo que muy poco tiempo después de esos primeros encuentros en 1971, y hasta el pasado lunes 6 de Octubre de 2008, fecha de su muerte, mis visitas a la UNEAC, básicamente, eran para «ir a ver Orovio y conversar un rato».  Eso decía en mi casa al salir. Por supuesto que  veía a otros amigos, pero siempre me senté  en la misma mesa del Profe. Y muchas veces, cuando la tarde comenzaba a confundirse con la noche, después de los ocasos múltiples de la UNEAC, salíamos a comer, a tomar un café, y a seguir  una plática interminable de lo humano y lo divino, donde la parte más beneficiada era yo, que me enteraba de casi todo lo que quería saber. Y por él descubrí  la explicación de muchas cosas, con esa lucidez asombrada que gastaba, llena de ironía con alto kilate vivencial, para explicar o develar los nexos de personas, cosas y situaciones del momento o del pasado. Helio sabía de dónde venía todo lo que le rodeaba, y también hacia dónde iba.

Dejamos de vernos un tiempo en a mediados de los 70 pero después nos reencontramos casi a finales de esa década en Nueva Gerona, cuando andaba en los trajines de hacer su famoso y por mucho tiempo único Diccionario de la Música Cubana (1980), que después logró editar completo en 1991.

Pero a  partir de 1980 creo que no quedó  tarde habanera que no viéramos  escaparse, en unión de  socios diversos, constantes o efímeros, que pasaron por la sala del Te de la UPEC3, o el Te ubicado en la esquina de G y 23, o en la UNEAC, desde que se abrió el Hurón Azul con meseros que parecían salidos de filmes ingleses, nada dados a la frágil y vocinglera  chismería de piso sucio y ron barato.

Coincidir con Orovio, Leonardo Acosta, Walterio Carbonell, a veces Alberto Muguercia y algunos otros constantes o variables, entrañables todos, era lo más aproximado a la felicidad o una fiesta nombrable:   epifanía de ingenio, cubanía y lecciones de vida.  Justo lo que los antiguos llamaban el ocius poeticus, materia prima, o crítica, de toda creación. Allí germinaron proyectos conclusos o nunca acabados, regresos de viajes, sobre todo los que el Profe hacía a los Estados Unidos, donde, decía yo ante una demora de regreso, que Orovio jamás se quedaría a pesar de sus penurias frecuentes, ya que, simplemente, ese quedao le impediría contarle a sus amigos habaneros los detalles del viaje, las gentes que vio, mostrar los libros que trajo y las fotos  privadas, que iba sacando con dramaturgia lenta de su bolso colgante, siempre repleto  como una Caja de Pandora. Y traía las últimas noticias de los amigos o conocidos dispersos. Porque Helio tenía tantos amigos dentro como fuera de Cuba, gente que lo quería y lo sigue queriendo en latitudes múltiples, unidas todas por el meridiano de su condición humana principesca.

Por aquellas tertulias, donde el Profe dictaba cátedra y siempre estaba presto a dejarte con la palabra en la boca cuando avistaba una etíope de formas plenas, descubrí  la real historia de la música cubana, ofrecida con desprendimiento cálido y extendido. Y no solo yo, pues muchos alumnos tuvo Orovio, nacionales y extranjeros, que no se cansaban de asombrarse al comprobar la minuciosa memoria de este hombre sencillo, ecuménico, que tenía por dentro un planeta lleno de poesía rebelde, contra cualquier luna que no alumbrara tambores y aguardiente. Orovio disfrutaba una cubanidad esencial, de un barroquismo incluyente y unánime, que exponía con gestos lentos y cómicos, como un mimo que con solo un ademán revelaba las otras sextas partes de su iceberg criollo.

No había Sábado de la Rumba o de la Trova en que  no estuviera ahí en los jardines de la UNEAC, antes, y últimamente menos, en su pasión de cazador mayor de «hermosas etíopes», como les llamaba, o recopilando datos para sus libros, el último de ellos sobre Daniel Santos y su explosiva estancia en La Habana, que se iba a lanzar en Puerto Rico, pero no le dieron la visa, en ese juego de doble o triple filo, inútil, de darle al que no te dio. «Al parecer —me dijo entonces con parsimonia teatral— soy un peligro para la seguridad nacional de ese país».

Hizo su Diccionario solo, con una paciencia tenaz de relojero suizo.  Con algún apoyo, pero básicamente hecho por sí mismo, a pesar de las tantas instituciones relativas al tema que posee el país. Desde 1980, y hasta la salida del texto de Radamés Giro el pasado año4, fue la única bandera de su tipo en Cuba y el mundo, aunque la gente lo conocía más por el programa de televisión 9550, y sus frecuentas apariciones en la TV, o en documentales donde ponía la suya, bien puesta siempre, sin ser, como era, un musicólogo de academia, pero que producía  más que una academia.

Durante años cultivó una socarrona fobia por las computadoras, a pesar de que miles de veces le hice ver las ventajas de esos aparatejos. «Si tu sabes vida y milagro de todos y de todo, imagínate como aumentaras la producción al tener un correo electrónico», le decía.  Y conseguí al fin que en su último viaje a Vanezuela, donde enfermó,  trajera una, según me comentó con moderado entusiasmo por teléfono 10 días antes de su muerte, y le dije que iría a prestarle ayuda en la instalación y montaje de programas, que es mi hobby. Pero todo  se quedó en sus cajas, sin abrir.

Era proverbial el desinterés de Orovio por el mundo meterial. Casi nadie sabe que una vez  «le asignaron un polaquito»5, que como es natural nunca llegó a manejar, pero no hubo almendrón o carro de los años 40-50 en La Habana que no conociera su aliento de pasajero constante.

Lamento haberme enterado tarde de su muerte y entierro, y no haber podido estar con él en ese momento supremo.  Caballero de La Habana que era, seguirá siendo encontrable y previsible en cualquier esquina de la ciudad, en juntera democrática  lo mismo en El Vedado conversando con un rostro habitual de la tele que con otro de abierta sonrisa con dientes de oro en la Habana Vieja. Recordé, al enterarme de su muerte,  que fue Orovio el  único velador del cadáver trashumante del Caballero de París6. Creo que fue un sentimiento de solidaridad andante, además de ese amor inmedible por guardar la historia, por darla en sus lados claros y oscuros. Y no solo de la música, sino también de la pelota, de toda Cuba y del mundo, pues Orovio siempre sacaba de su enorme  maletín, como Melquiades en Macondo, objetos y hallazgos de otro mundo que hacían abrir las bocas perplejas de sus contertulios. Orovio siempre tenía la última, que casi siempre era la primera.

Muchas  veces le insistí que debía escribir sus memorias, pero me miraba con su dulce picardía habitual, mientras decía  segundos antes de una carcajada estruendosa:

-Me matan si hago eso.

Solo una vez en nuestros  37 años de amistad me molesté más o menos con él, porque alguien me dijo que Orovio dijo. Pero cuando llegué al Hurón,  me senté frente a él y le pregunté (ya sin molestia alguna de solo verle la cara socarrona) el motivo de su dicho, me miró con gesto de lamentar lo inevitable y se excusó abriendo los brazos:

—Ay, Rodolfo, tú sabes que yo hablo hasta de mi.

También en muchas ocasiones, al ver cómo algunos explotaban sus conocimientos a la manera de colonizadores del siglo XIX, le pedí dijera que yo era su «representante» y se las entendieran conmigo para formalizar contraprestaciones que necesitaba, como todo ser humano, y a veces se quejaba al  ver sus noticias y criterios expuestos en revistas y libros, sin el menor crédito y menos rédito para el profe, aunque el ¨investigador¨ si se ganaba su derechito de autor zurdo.

Pero entre viaje y regreso a Santiago de las Vegas, en ese agobiante trashumar que comenzaba a su llegada a la Habana hacia el mediodía y terminaba tarde en la noche en algún almendrón donde lo despedía en la calle 23, me parecía que su condición física se resentía, aunque antes, en ocasiones,  íbamos a comer al paladar Los Amigos;  pero otras, la mayoría, iba a por una pizza o pan con algo de esquina. No obstante, en los últimos años estaba más gordito y cuidado, y eso se debía a su prima, que no lo dejaba irse sin almorzar y lo atendía como a un niño.

Nunca pude precisar cómo invertía sus días para hacer tantas cosas, aunque en los últimos meses el trabajo de revivir al septeto Jóvenes del Cayo (donde fue bongosero  casi 50 años atrás) le tomó un tiempo que le quitaba a la investigación y redacción. Fue uno de esos temas que asumió con obsesión. Me daba mucha alegría llegar al Hurón y verlo con sus camisas caribeñas y su gorra tipo Laserie, o la pelotera de los yanquis de New York, junto al bolso que contenía  la mitad del planeta. Siempre había muchas personas buscando o esperando a Orovio. Muchos periódicos y sitios web del mundo se hicieron eco de su muerte, y ahí consta su bibliografía y trayectoria profesional. En este caso, yo sólo quiero hablar de mi amigo.

Aun, sabiendo que está muerto, a veces, entretenido o estudiando algún tema, me da el impulso de marcar su número de teléfono, pero me detengo a la mitad del  gesto mental.  Sé que puedo esperarlo en infinidad de rincones del recuerdo, y siempre va a estar ahí.

Sin desdorar, creo que cuando vuelva a entrar por el portón de entrada a 17 y H que mandó a fundir Gelats, todo ese ámbito, para mí, estará como mutilado de aquella atmosfera remota y suave que conocí a fines de 1971. Es como si se me hubiera muerto la UNEAC.

Notas:

1.  Personaje  de uno de sus cuentos más famosos.

2.  De su canción ¨Noche Cubana¨.

3.  Unión de Periodistas de Cuba.

4.  Diccionario Enciclopédico de la Música Cubana, 2007.

5. Pequeño automóvil de fabricación polaca.

6. Personaje popular habanero, famoso por décadas.

 

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